Colores de un alma que crea desde la celda de un neuropsiquiatrico. Una ninfa que inspira poemas y relatos fantásticos. Una historia que no tiene final...

jueves, 24 de febrero de 2011

Candombe en mi destino.




Hoy es el último día de carnaval, y yo, como todas las jóvenes, estoy empapada en los preparativos de la clausura de este año. Pero esta vez es diferente, el clima es festivo, pero tenso. Algo va a suceder, lo presiento…
 Mi alma se contrae y distiende, en constante búsqueda interior; no camino, floto, como en un sueño…del que es imposible despertar.
Hace rato ya, que me mirás. Unas veces de reojo, cuando pasás montando tu caballo; en otras, tu mirada me recorre de la cabeza a los pies, siento que me incinero y no puedo respirar. En medio del gentío, que se agolpa torpemente, para vernos candombear, me siento elegida. Entre tantas mulatas exuberantes, danzando al ritmo de sus redondeces, posaste tu mirada en mi , que soy pequeña, delgada y de grandes ojos moros.
Los amigos del tambo danzan, en el caluroso y rojizo atardecer; el ritmo de los tambores corre por nuestras venas ardiendo, haciéndonos sentir que somos lo que somos, que nada hemos perdido de nuestra África caliente y terrenal.
El aire huele a flores… y no dejás de mirarme. Mi hermana, me susurra algo al oído…
Te llamás Juan Manuel, me gusta…y al son de los tamboriles, mi corazón se desboca en mis entrañas. Quien sabe en  cuantos amaneceres de bruma, te he buscado en el vacío de mi vida sin sueños, de mis pesadillas sin gritos. Quien sabe si tus ojos claros, que hoy me hacen sentir única, han buscado incesantemente, sin hallar.
La plaza Montserrat desborda, la gente está contenta. En el medio, se llevará a cabo, en unos momentos, la ceremonia del día de entierro del carnaval, quemarán a Judas. Miro detalladamente a mi alrededor, los soldados enfundados en la pesada transpiración de sus uniformes, los mulatos expectantes, la mujer del restaurador y su niña preciosa de bucles dorados, Juan Manuel, todos con la atención puesta en el muñeco que se quema, la paja crepitante. Me abstraigo en la escena, aspiro profundamente, el olor de los trapos quemados, olor que queda para siempre grabado en mi, como tu olor.
El sol va incrustándose en los barrios bajos, me separo de la muchedumbre, en busca de tu silueta. Camino sigilosa por la Calle del Pecado y allá, a una cuadra, veo a tu caballo amarrado. Me acerco, paso con paso silencioso, para no asustarlo y te descubro sentado en una gran piedra, solo, pensativo. Te incorporás lentamente, y sin mirarme, me tendés tu mano. Mis dedos oscuros y tus dedos blancos, se rozan las yemas ¡Chispas! Que migran a tus ojos dulces y tu boca me busca en la oscuridad de un amor naciente. Nos enroscamos de pasión tras la roca. Mis ropas blancas resaltan en la noche cerrada, latiendo furibundas, al compás del candombe. Nos amamos sin reservas, al borde del acantilado del olvido, narrándonos el pasado en caricias prohibidas, entrelazados como finas cintas de plata vibrante, que se resumen en una sola luz, deseando no separarse jamás. Y en el ocaso de esta tarde de entierro, sepulto mi niñez para siempre, convirtiéndome en tu mujer, en tu querida. Me queda de recuerdo la falda blanca, con la rosa roja que me obsequiaste, tatuada en el suave algodón, mixada con las nubes, ahora rosadas, de tu esencia, aromada solo de vos y del carnaval.
Clarissa Cristal

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