Me había llamado el silencio, desde los suaves ecos que moran en las flores del naranjo y me senté bajo sus sueños de dorados aromas, cuando ya llovían graciosas las corolas blancas, cosquilleándome el alma. Mientras el sol se alejaba, en perennes caricias, las sombras que habían ido llegando chiquitas, tímidas, sin habla... se tomaron de las manos y bailaron mientras te esperaba. No me importó decirles que no me asustaban, que podían dar saltos a la luz del ocaso ¿Que me importaba? La noche se vino lenta y la espera eterna se talló en la piedra de una simple lápida blanqueada.
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